Equinoccio, época en que los días son iguales a las noches en toda la Tierra. Época en que algo empieza a despertarse, a arrancar. Hambre de comerse la vida, de querer hacer mil cosas, de aprovechar los mediodías al sol, aunque en estos lares la primavera ha empezado llorona.
La lluvia primaveral siempre me ha parecido más soportable, aunque me deje el pelo hecho unos zorros. Ayer tenía una cena en casa de unas amigas y osaron decirme que les gustaba mi look hortera-rizado. En fin...., suerte que dentro de una semana me lo cortaré.
La lluvia primaveral siempre me ha parecido más soportable, aunque me deje el pelo hecho unos zorros. Ayer tenía una cena en casa de unas amigas y osaron decirme que les gustaba mi look hortera-rizado. En fin...., suerte que dentro de una semana me lo cortaré.
La vida empieza tener ese ritmo acelerado que tanto me gusta (comidas con amigos, conciertos, festival de jazz, exposiciones...) pero mi espalda no opina igual y me envía sus quejas vía una contractura muscular que me ha tocado la moral durante toda una semana. Necesito hacer algo de deporte ya. Me estoy empezando a hacer viejuna, aunque como cantan los Hidrogenesse, los viejos son el futuro.
La primavera me ha activado todavía más las ganas de leer. El otro día me pateé el barrio para ir a buscar un libro de Patrick Modiano a la biblioteca. La noche antes comprobé que estuviera disponible en préstamo. Al llegar a la biblio, sin embargo, no lo encontraba. Resulta que alguien lo había cogido justo hacía unas horas. Me hizo bastante rabia, pero ese es el efecto Premio Nobel: la gente siente curiosidad por conocer la obra del premiado y eso, como admiradora de Modiano, me alegra. Así que reservé el libro (Un circo pasa) y otra de sus novelas (La hierba de las noches).
Por las mañanas, cuando voy en el tren, me fijo en los libros que leen los otros pasajeros. Una mañana, me llamó la atención el título de una novela que leía la chica que tenía sentada enfrente, Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan. Lo busqué en la biblioteca y lo devoré en pocos días. En cierto modo me recordó al documental de Sarah Polley, Stories we tell, del que ya os hablé en el blog. Siento fascinación por las historias familiares, sobretodo si tienen algo de autobiográfico, porque al fin y al cabo acaban siendo ejercicios metaliterarios, reflexiones sobre como nos contamos el relato de nuestras vidas, sobre la maleabilidad de la memoria y la necesidad del olvido.
No sé si -como me pasó a mí- leer esa novela en el tren despertó la curiosidad de algún otro viajero, pero al querer renovar el libro para releer algunos pasajes me encontré que otro usuario lo había reservado desde hacía tiempo. Devolví la novela a tiempo, con la curiosidad de saber que lector/a la estaba esperando con ansia. Estuve a punto de dejarle una nota escondida entre las páginas del libro explicándole mi parecer sobre la novela. Tal vez la próxima vez lo haga...
Hablando de libros, el otro día me compré una camiseta de Virginia Woolf. Ya tengo ganas de estrenarla. ¿Si una puede llevar camisetas de grupos de música, por qué no puede hacer lo mismo con sus escritores favoritos?